domingo, 4 de julio de 2010

Eso que la noche une

Le gustaba frecuentar viejos bares en olvidadas calles. Sabía que era ahí donde podría encontrar seres semejantes; otras criaturas de la noche que, como él, solitarias y nocturnas, buscasen en la barra del bar charla floja y copas. Absolutos desconocidos con los que aliviar la disconformidad, la insatisfacción y las leves ganas de vivir. Si había suerte, conectaba con ellos y dejaba que el alcohol fuese inspirando la conversación o la cambiase de dirección. Y en esas conversaciones, superficialmente animadas, disfrazaba su realidad de una fingida alegría, no menos auténtica y triste. 

Algunas veces, en base a lo bebido, la marea de la noche le traía contertulios con los que solía terminar charlando de esto o aquello. Personajes singulares, generalmente de su mismo corte, con los que instantáneamente empatizaba, sin saber ni entender que ellos también buscaban sentirse escuchados, apreciados, vivos... 

Y en esas apasionadas charlas, a veces, se reían y se dejaban llevar por la similitud y cualquier cosa unía. El gusto por una misma marca de alcohol o de cigarrillos y, como sólo ocurre en la noche, al poco rato, todo era atracción y acababan sintiéndose muy amigos, muy cercanos. La distancia ante el desconocido se achicaba hasta convertirse en nada, y a partir de ahí, brotaban la camaradería y algunos secretos difícilmente confesables a plena luz. 


Por ahí, si la noche, o su bagage de resaca y brea nocturna, le entregaba esa clase de antihéroe a la que él era tan aficionado, se sentía tan irracionalmente atraido por la semejanza que, por no pasar una noche más en soledad, se dejaba seducir para intimidar, quizá, más tarde, en la oscuridad de un portal o tras los arbustos de un jardín... siempre lejos de la barra del bar.